Se condenaron a veinte años de hastío
por intentar cambiar el sistema desde dentro.
Ahora vengo a desquitarme…
Versión de L. Cohen, «First we take Manhattan» por MORENTE & LAGARTIJA NICK, Omega.

A Pablo Molano, a las amigas y amigos, a dos años de sostener el dolor de tu ausencia

SEGUNDA PARTE – FRAGMENTO A FRAGMENTO

Es tiempo, sobre todo, de conocer en la propia presencia la presencia material e «histórica» de lo posible. La revolución arranca en el cuerpo.
GIORGIO CESARANO, Manuale di sopravvivenza

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Cuando volví a Italia devoré el libro de Wilhem Reich, Psicología de masas del fascismo. No era propiamente «fascismo» lo que había visto en Barcelona, pero sí restos de una pequeña burguesía ignorada.

La pregunta a la que Reich, en 1933, está intentando responder es: no por qué roba quien tiene hambre, o por qué las y los explotados hacen huelga, sino por qué la mayoría de los hambrientos no roba y por qué la mayoría de los explotados no va a la huelga. Lo más interesante hoy en día de su análisis es, en primer lugar, que la especial posición social de la pequeña burguesía, siempre en competencia con todo y con todos, la vuelve incapaz de organizarse y crear experiencias de comunalidad y solidaridad profunda, de formar un mundo otro frente al poder, con lo que su deseo de potencia degenera en deseo de seguridad y protección, volviéndose hacia el líder o hacia la nación. Sobre todo, no se aliará con los estratos proletarios pues lo que más teme es la proletarización. En segundo lugar, su señalar que lo determinante para romper con «formaciones de carácter» reaccionario, que se anclan en un patriarcado arcaico, propietario y despótico, radica en las formas de vida. En los mil pequeños gestos que hacen de la vida cotidiana un lugar abierto, de conspiración y combate, encuentro y comunalidad. O la vuelven una cárcel de tristeza al aire libre. Las y los revolucionarios, comenta Reich, han confiado a panfletos y consignas una transformación de la vida, mientras capas inmensas de clase trabajadora seguían contrayendo matrimonio, comprándose un «dormitorio burgués», saliendo el domingo a pasear con el traje «elegante», o barricando su casa por miedo a ladrones… vecinos. Hoy, no se sale «elegante» el domingo, se sale viernes, sábado, o cualquier otro día. El dormitorio va incluido en la «casa» cuya imagen deseosa viene bombardeada sobre el sofá de cada casa, cada noche, en la televisión. La imagen del jefe exitoso se proyecta sobre la gran multinacional o la startup, bajo la premisa de una vida convertida en empresa agotadora, siempre en competencia con todo y con todos. La generalización del sentimiento de vivir entre enemigos ha hecho proliferar la industria de la seguridad doméstica, sofisticando cerraduras y barrotes. Y el amor patriarcal se ha escindido, entre su superación paradójica en la capitalista comunidad universal del terapéutico Gran Vacío —que Cesarano analizó ya en el ’74—, proveedora de desastres narcisistas; y su pervivencia degenerada en historias que terminan en masacre femenina, en resignación dentro de una familia que vuelve así infeliz a todos, y en los no pequeños fragmentos conservador y neofascista contemporáneos.

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El movimiento independentista ha sido, en cuanto reunión de fragmentos de mundo, una multiplicidad real. Pero, en sus anuales encuentros televisados, de figuras masivas coordinadas y deseo de Estado, ha sido, desde 2012, el gran movimiento social de una pequeña burguesía cuya descomposición daba un salto cualitativo precisamente en esos años. Un salto de empobrecimiento. Una pequeña burguesía planetaria, como se ha dicho, galvanizable como masa de una manera extraña, pues con un contenido de valores estallado, expresa ella misma, en su propia inestabilidad, la fragmentación del mundo. De hecho, el movimiento de masa independentista se sabe, no solo un fragmento de la población del Principado, se sabe antes que nada interiormente fragmentado, ingobernable, de ahí los incontables mensajes virales llenos de desconfianza en cuanto la tensión aumentaba: «A les 21 h. tots a casa. Qui es quedi al carrer és un provocador!». «Atenció, ha passat un cotxe negre amb policies infiltrats. Cap resposta». «Som gent de pau…».

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La experiencia de una existencia pequeño-burguesa es generalmente mucho más intensa en el corazón de áreas metropolitanas, por su condición de lugares de desarraigo y aislamiento.

En un mundo marcado por la degradación física y metafísica, la existencia pequeño-burguesa no se define tanto por una estricta identidad de valores, cuanto por el miedo a perder una posición social diferencial, relativamente segura.

La disolución de las identidades sociales claras, burgués sombrero de copa, proletariado de mono, gorra o cofia, y pequeño-burgués botiguer, llevó a la elaboración de figuras como el hombre anónimo o el Bloom. Definidas ambas, entre oportunismo y narcisismo, apatía y vaciedad, por una radical ambivalencia: no siendo nada, podían ser cualquier cosa. El hijo de un paramilitar guardia civil podía convertirse en el más determinado insurgente armado.

Y es cierto, esas figuras están-ahí, existen, dominan incluso el paisaje occidentalizado. Sin embargo, también, compartiendo cuerpo, en sostenidas bifurcaciones o polaridades internas, con existencias pequeño-burguesas.

Lo que quiero decir es que la manera pequeño-burguesa de existir subiste en la metrópoli, aún depauperada. Y por eso más peligrosa. Y además, subsiste como fragmento no menor en el movimiento independentista. Como en el resto populista de la época.

No solo eso, sino que el mejor ambiente en el cual cristaliza y prospera, bloqueando otros devenires singulares, es el Estado nacionalista.

La pequeña-burguesía es un fragmento de mundo, cuyos afectos patriarcal-propietarios, de interés y aislamiento, deseo de orden y miedo al caos, pánico a la multiplicidad y alteridad, la vuelven proclive a giros autoritarios y neo-fascistas. Deseo de policía, deseo de Estado. La capitalista comunidad universal del terapéutico Gran Vacío, en lucha desde hace décadas contra la familia patriarcal como reducto de vínculos fuertes, es arrastrada por la impotencia socialdemócrata, no menos propietaria, aislada e interesada, deseosa de orden y temerosa del caos, al papel más ridículo de la época. Maneras pequeño-burguesas pacificadas, sometidas siempre a una amenazante ausencia de paz.

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Los afectos pequeño burgueses cristalizan como arraigo en el desarraigo, como vínculo existencial con un espacio-tiempo que en cuanto metrópolis cualquiera es un perfecto no lugar. Una ausencia hecha de velocidad que, integrada en la movilización global capitalista, puede erguirse en cualquier momento contra uno mismo como un monstruo que te expulsa sin contemplaciones.

Es lo que ocurre hoy a miles de familias en la Barcelona independentista… sin desatar con ello una justa devastación. Este sería el caso si el lugar habitado fuera una trama diferenciada de vínculos entre suelo y técnicas, animales y plantas, humanos y espíritus, hasta genius loci. Pero no es así. Miles de nuevas inmobiliarias de lujo, que han llegado como una plaga a todos los barrios, ignoran su ser destinado a ser pasto del fuego, en medio de una insensata agitación que, si no muta cualitativamente, habrá participado en la pacificación del reguero de expulsiones. Como sindicatos y partidos comunistas administraron la derrota obrera de los ’70.

Cuando el mismo ser que estaba por partir, resignándose a una ley en la que estaba propiamente interesado, decide permanecer, organizarse y luchar, está alterando sus afectos. Está afirmando su ponerse en riesgo y limitando su posibilidad, enriqueciéndola en el mismo movimiento. Encuentra en su presencia fuerzas de la plebe que existe en cada uno de los cuerpos y se dispone a entrar en secesión, con furor, con una violencia justa, diría Luisa Muraro, en un fragmento de mundo cuya intensidad aquilata su perfección.

Vicente Barbarroja / G. Sinan