Imagen: Krasnyi Collective

” A raíz de participar en la preparación del Seminario de ovni archivos (@ovni_archivos) en La Base (@ateneu_base): “El tiempo justo de la revolución. Por un proceso destituyente”, a principios de noviembre, donde se invitó a los investigadores Marcello Tarì y Andrea Cavalletti, Vicente Barbarroja nos ha hecho llegar esta breve serie de artículos para provocar el debate en torno a cuestiones olvidadas y a la vez presentes en las luchas y la vida que compartimos. — Del pasado lo más importante es lo que olvidamos.”

La propaganda genuina (…) es moralmente posible sólo si de veras uno está dispuesto a comprometerse de forma total –«racional» e «irracional»– en la lucha.

Furio Jesi, Spartakus. Simbología de la revuelta

Contra el maniqueísmo

A no ser que se responda a la manera de Lenin, como aquel momento en que la clase dominante no puede ya gobernar al viejo modo, y la clase oprimida no quiere ya vivir al viejo modo, la pregunta por el justo tiempo de la revolución se sitúa en el límite exterior del ámbito de la política clásica, reintroduciendo, en la cuestión revolucionaria, una dimensión profética. Pues la profecía, apelando a lo más antiguo y ya olvidado, apela a la vez a lo absolutamente nuevo, como alteridad, como esa otra manera de vivir, de amar y luchar. Pero, mientras la revolución se mantenga en el interior de la política clásica y de la economía política, como le ocurrió a la república de los soviets, o como le puede ocurrir, dentro de su menor potencia intrínseca, a la «revolución democrática», estará condenada a repetir, incluso más catastróficamente, las tensiones internas ocultas en la modernidad occidental. Estará condenada a repetir la catástrofe que es occidente mismo, su dominación planetaria.

Pensemos en el combate permanente de «mujeres, lesbianas y trans» contra las formas arcaicas pero muy presentes de violencia patriarcal, que llegan hasta el asesinato cotidiano y continuo de mujeres.

Un ejemplo tomado del Spartakus, donde Furio Jesi desarrolla estos temas, nos permitirá avanzar. Para la crítica buenista de izquierdas, la apelación, dentro de los discursos conservadores, a los demonios del caos, es solo una representación febril de realidades racionales cotidianas. Sin embargo, para el fondo conservador que estructura la civilización occidental, no son metáforas solamente, sino que es una apelación que se ancla profundamente en el vínculo entre realidades míticas y estrategia política, propia al capitalismo de base cristiana. Hay que tomarse en serio el maniqueísmo oculto en Occidente, y que consiste, no solamente en la dualidad luz/oscuridad, donde la luz es lo bueno, lo correcto; y la oscuridad, lo nocturno, es lo malo, insano, anormal. Dualismo que, entre nosotros, Santiago López Petit ha sido uno de los que han buscado desarticular con más fuerza. El maniqueísmo consiste también, en palabras de Jesi, en «el terror al caos, el temor exasperado al desordenado pulular de formas que un célebre salmo de Turfán evoca como atributo específico del Príncipe de las Tinieblas».

Mientras para el Islam sufí, Saitan, o Satán, es el miedo en nosotros mismos y los problemas que nos causa, para el fondo maniqueo occidental, la proliferación de diferencias en cuanto a las formas de vivir y resistir es demoníaca, y hay que destruirla. Y esto ocurre incluso cuando el gobierno de las cosas se transforma en «gestión de las diferencias», pues estas nunca pueden sobrepasar un cierto umbral. Y si no, pensemos en la violencia que se desata contra las comunidades indígenas que pretenden un uso comunal de la tierra; en la caracterización como «ratas de alcantarilla» de quienes okupando tierras o edificios plantean un uso sin derecho de lugares sometidos a la propiedad privada, y pretenden defenderlos fieramente, en Can Vies, la ZAD o Gamonal. Pensemos en el combate permanente de «mujeres, lesbianas y trans» contra las formas arcaicas pero muy presentes de violencia patriarcal, que llegan hasta el asesinato cotidiano y continuo de mujeres. Pensemos en la campaña de acoso a los vendedores ambulantes del color de la tierra, cualquiera pensaría que Barcelona se ha convertido en el salvaje oeste leyendo lo que escribe La Vanguardia este 24 de Septiembre: «Al parecer, la distribución de muchos efectivos de la Guardia Urbana por los distintos escenarios de la Mercé (fiestas de la ciudad) propició que el Port Vell, donde los vendedores suelen concentrarse en horario nocturno, quedara desguarnecido, sin apenas vigilancia, convertido de nuevo en una auténtica zona franca del comercio fuera de la ley». La pátina de argumentos legales no puede ocultar el agresivo malestar ante lo que pretende ser ausencia de orden, caos, territorio «desguarnecido, sin apenas vigilancia (…) auténtica zona franca del comercio fuera de la ley».

La pulsión maniquea occidental en defensa de su orden es completamente paradójica. Lo que ocurre es que el fondo conservador que sostiene las formas de nuestra civilización optará siempre por pactar con el demonio para impedir una proliferación de diferencias que percibe como demoníaca. En palabras de Jesi, «el pacto con el demonio, nace de la constatación de la imposibilidad no de dominar sino de ordenar la realidad multiforme de la materia». Tenemos ejemplos de ello en emblemas de la cultura de derechas de los cuales la izquierda buenista e ilustrada no percibe la radicalidad, como el Fausto, o el Gran Inquisidor de Dostoievski. Emblemas que sellan la capacidad de crear un infierno en la tierra cuando se trata de mantener el orden. Desde Afganistán, Irak, Siria, Ayotzinapa, hasta la impunidad policial que cotidianamente mutila y asesina, en todas partes. Hay que pactar con el demonio para mantener la Iglesia como sociedad de los santos, es decir, el Capitalismo como sociedad de los inocentes. Para evitar la llegada del caos y el Anticristo, y, por encima de todo, la llegada del Reino mesiánico, el Estado democrático pacta con una policía que, como decía Walter Benjamin en Crítica de la violencia, es la verdadera an-arquía del poder contemporáneo. En la policía se confunden continuamente un poder constituido para defender el derecho, y un poder constituyente que funda míticamente el derecho, confusión que genera la arbitrariedad más brutal y deleznable. El poder constituyente funda «míticamente» el derecho, porque lo que funda realmente es un poder, una violoencia, es decir, lo que sanciona es la cristalización de una relación de fuerzas. Precisamente, la que el poder constituido se encarga de conservar, de defender. La policía de los Estado modernos no están ahí solo para defender el derecho, sino que yendo siempre al límite de la ley y un poco más allá, mutilando y asesinando, despliega un poder arbitrario que aparenta fundarse continuamente, sobre el vacío. El derecho, en su confusión con el ámbito de la justicia, no es más que el campo de la injusticia que se impone sobre un mundo resquebrajado, roto, donde los intereses de poseedores y desposeídos son totalmente antagónicos. Vivimos una guerra entre mundos, no un deficit de moral y derecho. Como afirmó Franz Rossenzweig, «la violencia devuelve a la vida sus derechos contra el derecho». Frente a la an-arquía del poder, la tarea revolucionaria consiste realizar la verdadera anarquía.

Desde Afganistán, Irak, Siria, Ayotzinapa, hasta la impunidad policial que cotidianamente mutila y asesina, en todas partes.

Radical dualismo mítico y metafísico

Este maniqueísmo lo podríamos enunciar, siguiendo a Eduardo Viveiros de Castro, como el radical dualismo metafísico de la civilización occidental, hombre-mundo, donde cada término, «hombre», y «mundo», es una cosa separada de la otra, incluso opuesta a la otra, y donde uno de los lados acaba siendo el bueno y el otro el malo, uno arriba y otro abajo. Si generalmente la divina racionalidad del «hombre» estaba por encima de la «naturaleza salvaje», últimamente se ha buscado invertir la polaridad, pero manteniendo la separación y la subordinación, la naturaleza bio es el lado bueno, la racionalidad instrumental dominadora es el lado malo. Oposición a la que, sea cual sea su polaridad, se le oculta su desgarramiento, su sensiblemente imposible separación. Esta estructura metafísica dualista históricamente ha opuesto, tanto el cielo santo a la tierra culpabilizada, como el pensamiento divino a la materia demoníaca y el hombre racional a la naturaleza salvaje. Un desconocido profesor de filosofía barcelonés, de principios del siglo XX, lo decía de la siguiente manera, comentando el concepto de libertad en Calderón: «la prudencia (…) le ayudará a tener muerto al viejo salvaje, al hombre natural que lleva dentro». No podía una afirmación ser a la vez más inconscientemente metafísica y más occidentalmente cierta. Es decir, para otras culturas, en otros mundos, tal separación y oposición carece totalmente de sentido, allí los animales y vegetales forman sociedades senti-pensantes que hay que reconocer y respetar, y la separación cuerpo – cuerpo de la Tierra es solo un anuncio apocalíptico. Precisamente el de la llegada de Occidente. En algunos lugares, como aquí en otro tiempo, lo irracional, los símbolos y pulsiones tienen también una potencia positiva, la máscara del espíritu de la tierra liga un llamamiento a la rebelión, o permite superar una dolorosa crisis existencial…

Que hoy toda la emblemática del dualismo (pensamiento divino, cielo santo…) se haya secularizado, entrando dentro de lo políticamente correcto, cayendo bajo la esfera de una legalidad y una tecnociencia que no dejan de ser míticas, no quiere decir que la idea teológico-política de «el gobierno es necesario contra el caos», así como el irracional sentimiento religioso de «terror al caos», no sigan operando en toda su virulencia, impulsando y legitimando brutales masacres a lo largo y ancho del planeta, así como mutilando la fantasía de todo lo que podría hacer una vida común.

El ser humano que ya no requiere de la biología para subsistir, producto de la última alucinada utopía capitalista, por la derecha como singularitarianism, por la izquierda como aceleracionismo, que propone una alternativa de silicio para quien pueda pagarla, frente a la irreversible degradación ecológica del planeta, no deja de ser, como sostiene Viveiros de Castro, una versión del mismo orden de ideas, del mismo dualismo catastrófico, que opone aquí un cielo capitalista y cibernético contra un mundo natural contaminado de manera irreversible.