Imagen: Krasnyi Collective

” A raíz de participar en la preparación del Seminario de ovni archivos (@ovni_archivos) en La Base (@ateneu_base): “El tiempo justo de la revolución. Por un proceso destituyente”, a principios de noviembre, donde se invitó a los investigadores Marcello Tarì y Andrea Cavalletti, Vicente Barbarroja nos ha hecho llegar esta breve serie de artículos para provocar el debate en torno a cuestiones olvidadas y a la vez presentes en las luchas y la vida que compartimos. — Del pasado lo más importante es lo que olvidamos.”

La revolución que viene no consiste en alguien que nos espera en una estancia remota del palacio del futuro: o está ya aquí, en medio de nosotros, o no es nada.

Marcello Tarì, Notas para La Base, 3-4 de noviembre 2016

El emblema de la catástrofe

Cualquier liberal o socioliberal bien pensante podrá sostener que la violencia y las cloacas policiales son necesarias para impedir la proliferación del caos, esto es, que hay que pactar con el demonio para impedir una proliferación demoníaca. Aunque, al final, seamos todas y todos los Rémi Fraisse y Juan Andrés Benítez, todos los Raval, todas las ZAD, y todos los Ferguson de este mundo, quienes acabamos pagando las consecuencias; no solo con la vida, también con todo lo que podríamos hacer juntos. Este «terror» de orden irracional y religioso no solo otorga una legitimidad mítica a un orden que destruye vidas hermanas, este «terror» mina también la capacidad de vivir, limita miserablemente la más alta dignidad y potencia de todo lo que podrían desplegar vidas mancomunadas, vidas conjuradas. Y lo hace encauzando las energías vitales neutralizadas hacia el orden de una obligada angustia y depresión, hacia un narcisismo sonámbulo y paranoide, donde no se quiere confiar porque no te puedes fiar, y donde la ausencia de confianza, en primer lugar en una, en uno mismo, convierte la soledad en su contrario, un infierno lleno de una multitud sellada con la mentira.

Una vez más México nos entrega el trágico emblema de la verdad de la época, Ayotzinapa, y su grito: «Ha sido el Estado». La ventaja de México, o del México de fuera del DF, así como de los insurgentes mundos indígenas en general, sobre nosotras, es su capacidad para subvertir mitos y símbolos de la tradición, haciéndolos entrar como una fuerza espiritual avasalladora en toda una serie de conflictos y experiencias destituyentes por la comunalidad y la autonomía.

¿Destituir el poder en todo lugar, para qué? Para retejer la comuna, para fundar su autonomía, para desplegar el buen vivir. O también, ¿destituir el poder en todo lugar, cómo? Volviendo a jurar la mutua defensa y a elaborar una comunalidad concreta; desplegando su autonomía y alianzas, su voz y su imaginación; intensificando por todos los medios el buen vivir de una vida común, donde chavalería, vejez, bebés y quien sea halle un lugar duraderamente habitable. El Comité Invisible ha visto bien que solo la plenitud de una vida común que se expande puede destituir un poder que se ancla en el vacío creado por la separación, entre vidas carcomidas por un interés paranoide.

El mundo o nada

El mismo liberal o socioliberal no admitirá, sin embargo, tan fácilmente, que es la economía misma y su orden civilizatorio quien produce un caos y un malestar, una angustia y una rabia, que luego el orden tiene que ir continuamente a sofocar, mediante la infame pareja del poder médico y policial, cuyo emblema es la sociología; cuando no con el poder humanitario militar, emblema de la pareja no menos infame de capital y Estado.

Comprender este terror al caos como mítico, como religioso e irracional, nos permite cambiarlo de signo: del terror al caos a la alegría carnavalesca. Se trata de destituir, de desactivar, de desocupar el terror inscrito en el afecto del caos. En lo que el poder y sus medios de comunicación leen como caos de la insurrección, a la posición revolucionaria se le ofrece como epifanía del pasado mañana en la grieta que recorre el eterno presente. Siempre que dejemos de pensar la revolución destituyente como el gran día futuro, empezando a reconocer que si la revolución no está ya aquí, desplegando un mundo, sus estructuras y anhelos, y la vida que las recorre, si la revolución no vive ya en todo lo que ha ocurrido durante los últimos años, entonces no estará nunca. Marcello Tarì nos invitaba el otro día a releer con atención el texto de Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicatos. Sostiene allí que no es la huelga de masas la que trae la revolución, sino la revolución la que trae la huelga de masas. Es un trabajo de años, de agitación y autoorganización, visible e invisible, que emerge de repente, de un conflicto banal, para convocar al son de canciones revolucionarias la insurrección, trayéndola desde el incierto futuro hacia un presente que arde y se consume.

Se trata de destituir, desactivar, desocupar el terror inscrito en el afecto del caos.

¿Pero, entonces, qué hacemos con el caos económico, con el caos creado por la economía? Esta consideración nos lleva muy lejos, pues está relacionada con varias cuestiones. Nos sitúa frente a la exigencia de destituir algunas ausencias, algunos territorios y algunas disposiciones, fundamentales bajo el régimen occidental. Por ejemplo, la impotencia comunal en nuestro habitar; la enfermedad intrínseca de la metrópolis; la debilitada fantasía en el bricolaje técnico que nos hace dependientes de estructuras ingenieriles parasitarias… El problema brilla ante nosotros como la exigencia de crear fuerzas situadas que comuniquen entre sí, como una fuerza epocal, aquella que podría abrir bifurcaciones ante las consecuencias de los dos grados centígrados, los mismos que el grupo internacional de investigación sobre el clima nos han dado antes de que la actual degradación ecológica profunda, de amplias zonas del planeta, alcance cotas irreversibles. No creo que «solo un Dios puede salvarnos», como se ha dicho, pero la situación sí nos exige una fe profana, que profane en primer lugar la fe absurda en la eternidad del presente estado de cosas; una fe profana en el combate ético que conmueve nuestros corazones, un combate para dirimir la manera en cómo queremos vivir, luchar, amar, cuidar, crecer. Un combate que ha estado abriendo brechas destituyentes bajo el emblema de la Comuna en toda la serie de insurrecciones que desde el «que se vayan todos, y que no quede ni uno», de la Argentina del 2001, recorre el planeta.

En Occidente esta fe debe ser profana porque Dios ha muerto y aquí lo matamos, porque si queda algo que pueda salvarse y utilizarse de nuestra tradición ruinosa es la tradición revolucionaria, la carnavalesca y la tecnocientífica, y estas se expresaron de entrada como profanaciones de lo sagrado, o de lo tenido por tal. Pero, sobre todo, la fe que se nos reclama tiene que ser profana porque la búsqueda de la felicidad no es religiosa sino histórica como dijo Walter Benjamin. Es decir, no es metafísica sino porque es política, porque lo que está en juego es toda una manera de vivir y morir, de percibir y de sentir, de estar juntas y también en soledad. Aquello que sea necesario separar para volverlo a incluir como lo que hay que respetar, lo que no se puede tocar, o lo que hay que destruir, no puede decidirse a priori, pues más bien surge en el camino de elaboración de mundos, para el que la vida humana es esperada sobre la tierra, como multiplicidad de lo abierto sin solución final.

Llevar a cumplimiento una revolución destituyente que ya existe entre nosotros y nosotras nos reclama una fe profana en nosotros y nosotras, que profane el narcisismo consumista al que este orden del mundo nos ha convertido, afirmando la fuerza y la capacidad que somos capaces de desplegar, la palabra que somos capaces de respetar, el juramento que, contra toda la confusión divergente de preferencias individuales sin confianza, somos capaces de sostener. En la guerra de los mundos, sin esa fuerza, que Claussewitz llamaba «fuerza moral», situándola la primera en importancia en el ámbito de la estrategia, por encima incluso de la fuerza material, sin esa fuerza, decíamos, no encontraremos una salida al campo de escombros que es la civilización occidental.

Lo que está en juego es el mundo o nada.