Nyra Bouznakar / Dani Echezarreta

El pasado viernes 28 de octubre la policía marroquí daba el alto a un vendedor de pescado, Mohcine Fikri, en Alhucemas -una de las zonas no arabizadas-. Práctica habitual en estos casos: la policía le exigió pagar su propio peaje -ritual del soborno- si quería pasar por ese punto, Fikri rechazó darle el poder a la policía y se negó a colaborar, así que ante su negativa le requisaron la mercancia y la lanzaron a un camión de basura. El hombre se lanzó tras ella. Al día siguiente inundaron las redes imágenes de Fikri aplastado por la maquinaria. Un hombre era asesinado, un país se levantaba.

Fikri fue asesinado por la policía, justamente éste es el detonante de un movimiento que lo cuestiona todo. Si ya su funeral en Imzouren fue multitudinario, no lo han sido menos las movilizaciones que han tenido lugar desde el pasado 30 de octubre.
No es, simplemente, otro asesinato más: en ocasiones, como con Mohamed Bouazizi, una muerte enciende la mecha de una bomba que estaba en estado latente. Más aún, ya lo vimos en Túnez o en Egipto: parece que el rechazo a ser reprimidos por la policía se constituye como la Internacional visible de nuestro siglo.

Lo que ocurre no es sólo la cara del desempleo y la lucha contra la corrupción de unos cuantos indignados. La trayectoria histórica del presente movimiento es mucho más profunda. En Marruecos se encuentran conviviendo dos culturas: la árabe y la amazigh. Ésta última forma parte del Rif, una región montañosa al norte del estado.

Los pueblos amazigh adoptaron la religión cristiana hasta que, en el año 642, empezaron a sufrir las primeras invasiones procedentes de la península arábiga y con ellas llegó la aparición de una nueva religión y cultura que trajo consigo la segmentación de la sociedad –trataban a los habitantes de la región como musulmanes de segunda e incluso llegaron a esclavizarlos. Años más tarde, con el traslado del Califato a Damasco, un gran ejército ocupó la zona para forzar la arabización de la población del norte de África por la necesidad estratégica de dominar el Mediterráneo. En ese lapso de tiempo fueron necesarias más de sesenta guerras para someter a los rifeños.

Desde entonces, las tensiones se agravaron y dieron origen a múltiples revueltas. Una de ellas en el siglo XX, con la descolonización y la creación de cinco nuevos estados – Túnez, Libia, Egipto, Argelia y Marruecos- los rifeños vieron la oportunidad de romper con la opresión árabe y salieron a la calle demostrando su rechazo hacia una cultura extraña y reclamando su libertad. Estas reivindicaciones fueron respondidas con masacres por parte del régimen de Hassan II, en enero de 1984, donde los manifestantes fueron tiroteados desde helicópteros y las muertes ascendieron a más de mil.

En la actualidad, el gobierno marroquí sigue menospreciando a esta población, la margina hasta tal punto de ser agasajada a impuestos y aún así en ciertas zonas ni siquiera disponen de agua corriente, colegios o caminos accesibles. Todo este ensañamiento no tiene otra finalidad que ser el castigo a las constantes negativas de someterse a la política de arabización de las poblaciones autóctonas.
Los árabes marroquíes se han convertido en opresores de una minoría -no es de extrañar, ya que estaríamos hablando de un régimen dictatorial en el cual el nacionalismo y el culto al líder están a la orden del día- y los rifeños serían las víctimas principales, sobre todo del cuerpo policial de la zona -arabizados, para evitar lazos de afinidad-, que se aprovecha de la situación perpetrando torturas y sobornos con total impunidad.

En este sentido, podemos confirmar que lo que impulsa la ola de protestas no es solo un cadáver, sino la sistemática represión a todo un pueblo. Tenemos que entender, entonces, que Fikri es el anónimo general -“le podría haber pasado a cualquiera de nosotros”, decía un manifestante- y así lo que ha emergido estos días se nos presenta sin líderes, sin organización, sin programa. Su consigna: todos somos Mohcine. Su demanda: todo.

Ante esta situación, el gobierno se ha visto nuevamente cuestionado. Con Mohamed VI fuera del país -el que, por cierto, ha puesto a disposición de un cantante acusado de violación sus mejores abogados-, se ha tratado de gestionar el movimiento, volverlo gobernable y, de esta forma, vencerlo. Y para ello no quedaba otra sino investigar el asesinato y establecer responsables, de forma que todo volviese a la normalidad. El pasado domingo el fiscal del Tribunal de Apelación de Alhucemas abrió una investigación para “determinar las causas de la muerte del vendedor de pescado y establecer responsabilidades” y, al día siguiente, eran detenidos once presuntos responsables por el asesinato de Fikri. Los detenidos están acusados de “homicidio involuntario tras una serie de irregularidades administrativas”, aun habiendo un vídeo en el cual a uno de los policías se le escucha dar la orden de aplastar todo lo que había en el camión, Fikri incluido. De esta forma se intentaba cerrar el acontecimiento y silenciar todo grito discordante, llegando a la conclusión de que el gobierno marroquí, una vez más, manipula para ocultar sus crímenes de odio.

Con todo esto, las protestas, las concentraciones, las convocatorias y las manifestaciones no han cesado ni siquiera una semana después y parece que al gobierno solo le queda esperar y señalar a los supuestos elementos radicales con la esperanza de que, así, todo vuelva a ser un incidente más. La cuestión que se nos abre ahora es si estamos ante un nuevo momento hecho para morir -estableciendo unos responsables- o si, por el contrario, estamos ante algo capaz de prolongarse en el tiempo introduciendo cambios radicales. El próximo 7 de noviembre comienza en Marrakech la COP22, conferencia sobre el cambio climático, y tal vez ese sea un buen escenario para valorar la potencialidad y fortaleza de un movimiento totalmente espontáneo en el que, parece ser, se ha perdido el miedo a la opresión y a las posibles represalias.

¿Estaríamos hablando, entonces, de una Primavera Amazigh?