Tomás Ibáñez es un hijo más del exilio, que como muchos otros acabó resucitando los ideales libertarios que sus padres llevaban en el corazón lejos de la tierra que les vio nacer. Hablar con él es una oportunidad para seguir aprendiendo de la vida, que sigue, y no se para. O para entender que la vida, con nuestros actos y pensamientos unificados, también puede aprender de nosotros.

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¿Qué es ser un hijo del exilio?

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Supongo que hay tantas respuestas como hijos e hijas del exilio. En algunos casos ser un hijo del exilio se limitó a haber crecido en un país distinto al de los padres, afrontando los mismos problemas con los que debían lidiar en aquellos años los hijos de los inmigrados. En otros casos, y eso fue especialmente notable en el exilio libertario, los hijos de los exilados estuvieron marcados por los relatos acerca de la gesta libertaria del 36 y de las vicisitudes de la guerra. Unos relatos que se repetían cierta frecuencia en el entorno familiar y que iban adquiriendo poco a poco tonalidades míticas.

Pero, sobre todo, los hijos del exilio libertario estuvieron inmersos en el cálido ambiente de solidaridad, de fraternidad y de apoyo mutuo en el que bañaba ese exilio durante los años cincuenta y principios de los sesenta. Así que por muchas precauciones que tomasen los padres para no influir en las opciones políticas de sus hijos, es obvio que las señas de identidad libertarias no podían sino adquirir unas connotaciones fuertemente positivas.

Es cierto que, en bastantes casos, la huella dejada por esas connotaciones se desvaneció con cierta rapidez, y que la integración de los hijos del exilio libertario en la sociedad francesa poco se diferenció de la integración de otros sectores inmigrados: escuela, inserción en el mercado laboral, matrimonio, progenitura, y evolución hacia una sensibilidad política globalmente de izquierdas, pero, cada vez más alejada de la tradición libertaria con el paso de los años.

Sin embargo, también se dio la circunstancia de que algunos de los hijos del exilio libertario retomaron por cuenta propia los ideales de sus padres y se involucraron en el movimiento anarquista. Eso hizo que bastantes de los jóvenes que nutrieron los escuálidos grupos anarquistas en Francia en los años sesenta, y que les infundieron una nueva vitalidad tuviesen apellidos españoles. Algunos de esos jóvenes, entre los que me incluyo, llevamos a la par el militantismo antifranquista y el militantismo en el movimiento francés, y unos pocos acabamos finalmente por trasladarnos a España. En suma, ser un hijo del exilio significó para mí básicamente dos cosas, por una parte, comprometerme con el anarquismo, y por otra parte, proseguir la lucha en el país que tuvo que abandonar ese exilio libertario.

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¿Cuál fue tu papel en la reconstrucción de la CNT? ¿Cómo la ves a día de hoy?

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Mi papel fue el de ser un militante más, entre los muchos que éramos entonces. Como un par de años antes de la muerte de Franco me había incorporado “al interior” (así se decía entonces), pude participar en los primeros meses del 76 a la constitución del sindicato de enseñanza de Barcelona, asistiendo a sus primeras asambleas en un local de Puerta Ferrisa, y formando parte de la delegación de mi sindicato en prácticamente todos los plenos regionales y en los plenos de la Federación local. Aun recuerdo el primer pleno regional celebrado en el barrio de San Cosme, donde la guardia civil nos rodeó y nos obligó a desalojar el recinto, así como los tensos y conflictivos plenos de la Federación Local en la Plaza Real durante las huelgas de las gasolineras.

Se daba la circunstancia de que, debido a mi anterior militantismo, mantenía estrechas relaciones de amistad con militantes destacados de las diversas tendencias que se enfrentaban en el seno de la CNT ( entre ellos Luis Andrés Edo y Sebas Puigcerver, por ejemplo), así que tuve la oportunidad de vivir muy de cerca las tensiones que sacudían la confederación. Mi principal preocupación en el sindicato de enseñanza fue la de ayudar a que su funcionamiento fuese lo más libertario posible, con total respecto de la asamblea, alejado de los grupos de presión y con la menor dosis de sectarismo posible, no teniendo que expulsar nunca a nadie. Creo que se puede decir que las posiciones del sindicato de enseñanza consiguieron que este fuese considerado con cierto respecto por parte de las diversas tendencias en la CNT de Catalunya.

Ahora bien, la ausencia de sectarismo en el seno del sindicato no estaba reñida con las actividades para potenciar el anarquismo en un ámbito más amplio, y a ello correspondió, por ejemplo, la iniciativa impulsada junto al compañero de mi sindicato Francesc Boldú, entre otros, con el “Llamamiento a todos los anarquistas” en 1977.

Decir que en la actualidad el campo del anarcosindicalismo esta muy fragmentado es una obviedad, y decir que su techo de crecimiento es muy limitado es otra obviedad, sobre todo si tomamos acta de la evolución que está sufriendo el trabajo asalariado en la presente fase del capitalismo. Durante un tiempo pensaba que había que obrar para lograr una reunificación y, con los compañeros de “Debate Libertario”, participé en algún intento de aproximación. Debo decir que cuando decidí afiliarme de nuevo, tras la ruptura de 1979, quise hacerlo simultáneamente en la CGT y en la CNT, pero solo una de las dos organizaciones no me planteo problemas para aceptar esa doble afiliación. Finalmente llegué a la conclusión de que obrar en pos de una reunificación solo conducía a malgastar esfuerzos, porque aunque se consiguiera ese objetivo no tardarían en volver a aparecer nuevas tensiones centrifugas. Así que lo mejor era convivir con la diversidad de organizaciones procurando, eso sí, establecer un clima de baja o nula beligerancia reciproca, y propiciar confluencias en acciones concretas.

Quiero precisar que el hecho, indiscutible a mi entender, de que el techo de crecimiento de las organizaciones anarcosindicalistas sea muy limitado, y de que probablemente lo vaya siendo cada vez más, no quita que su papel sigue siendo relevante y que hay que contribuir a que se pueda mantener.

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¿Cómo viviste el anarquismo como antagonía al comunismo en la resistencia antifranquista?

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Nuestra actividad consistía en combatir el franquismo desde posturas anarquistas, más que en pelearnos con los miembros del Partido Comunista. Eso sí, no buscábamos tampoco crear ocasiones de confluencia con el antifranquismo de cariz comunista. Nuestra oposición a sus principios y a sus prácticas era profunda, y nuestra denuncia de las políticas de alianzas con las derechas y de “reconciliación nacional” que ya se perfilaban en los años sesenta era total.

De hecho, caminábamos por sendas nítidamente separadas, sabiendo que los comunistas no moverían ni un solo un dedo para denunciar la represión franquista cuando esta se abatía sobre militantes libertarios, y que continuarían a distorsionar e incluso a sepultar el papel de los anarquistas en la revolución del 36.

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¿Qué es hoy día ser anarquista ?

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Pasa con eso lo mismo que con la identidad. Esta no es monolítica ni homogénea, sino que es plural y cambiante según los momentos, según los periodos de la vida y según las situaciones concretas. No hay una forma de ser anarquista, sino múltiples variantes que son todas ellas perfectamente legitimas siempre que no presenten componentes que entren en contradicción con lo que constituye el irrenunciable núcleo duro de cualquier variante del anarquismo.

Ese núcleo consiste, básicamente, en mantener una beligerancia radical contra todas las formas de la dominación, y en no dejar que se debilite, ni en lo más mínimo, nuestra sensibilidad frente a cualquier manifestación del poder. “Ni mandar ni obedecer”, podría ser una manera sintética de expresarlo, siempre que se precise al mismo tiempo que la ausencia de imposición, o sea la libertad que se reivindica para sí mismo y para todos, solo es factible si esta se da entre iguales, es decir, en un marco de una radical justicia social.

Por supuesto, ese rechazo sin paliativos de cualquier forma de dominación no puede permanecer en un plano puramente contemplativo y teórico, porque el anarquismo se caracteriza por unir inseparablemente la idea y la acción, la teoría y la practica. Con lo cual no basta con rechazar la dominación en el plano de los principios, ser anarquista también exige involucrarse en las luchas contra ella.

Es obvio que en el marco de la sociedad capitalista ser anarquista pasa, entre otras cosas, por sustraer tantas parcelas de nuestra vida cotidiana como sea posible de la lógica mercantilista que hegemoniza la vida social. Sin embargo, aun me parece más importante cultivar un espíritu crítico que nos permita resistir a la abducción por los valores y por el pensamiento único propiciados por el capitalismo en esta fase de su desarrollo, y mantener a raja tabla, contra vientos y mareas, nuestros propios valores.

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¿Qué nos enseña tu último libro?

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No pretende enseñar nada, sino incitar a pensar fuera de los tópicos establecidos, y aportar algunos elementos que favorezcan la constante renovación del pensamiento anarquista. Ahora bien, en la medida en que dicha renovación siempre resultará de un quehacer colectivo, íntimamente conectado con las prácticas de las luchas contra la dominación, es obvio que ni este libro, ni ningún otro, puede proceder a esa renovación. Tan solo puede incitar a no conformarse con repetir lo ya establecido, y a tener “la audacia de pensar”, indicando, eso sí, algunas pistas acerca de donde encontrar materiales susceptibles de nutrir el pensamiento anarquista realmente contemporáneo.

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¿Es factible un modelo de consumo alternativo?

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Por supuesto, aunque no hay que infravalorar las dificultades que supone, ni las limitaciones con las que topa. Establecer circuitos de producción y de distribución alternativos es factible en diversos ámbitos: el de la alimentación, el de la vestimenta, el de algunos servicios, el de la energía, etc., y eso es, indudablemente, positivo. Sin embargo, ocurre con esto lo mismo que con las cooperativas, no solo no ponen en peligro el funcionamiento del capitalismo, sino que en muchos casos se acaban convirtiendo en empresas como las demás, sobre todo si alcanzan cierto éxito, o si adquieren cierta dimensión. Por otra parte, es claro que el consumo alternativo no puede abarcar todo el campo de los objetos y de los servicios que usamos, algunos deben ser adquiridos en los circuitos convencionales, y no es infrecuente observar algunas contradicciones por parte de los practicantes del consumo alternativo. Por ejemplo, no tiene sentido presumir de que se ha montado un huerto urbano si, al mismo tiempo, se utiliza, por ejemplo, el último iPhone puesto en el mercado.

El hecho de que esos circuitos alternativos no constituyan ninguna panacea no es argumento para no desarrollarlos y para no alentarlos. En efecto, aparte de que nos permiten sustraer algunas áreas de nuestra vida al imperio de la mercancía y a la lógica del capital, su interés radica, también, en que permiten articular experiencias colectivas donde se tejen relaciones y complicidades entre personas bastante afines que pueden aprovechar esa afinidad para extender sus actividades a otras áreas que las del propio consumo alternativo, o a otros ámbitos que el de las cooperativas. Además, como esos núcleos alternativos suelen conectarse con otros núcleos que desarrollan parecidas actividades acaban por constituir unas redes que también pueden resultar muy eficaces para hacer circular contra-informaciones, publicitar eventos, trasladar convocatorias, y para desarrollar muchas otras actividades.